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Un canto nuevo para nuestras almas
La temporada de Pascua es el momento de cosechar los frutos de nuestras labores cuaresmales. La oración, el ayuno y la limosna que se realizan durante la Cuaresma no son fines en sí mismos; están destinados a producir una cosecha de santidad. Por lo tanto, en lugar de volver sin cambios a nuestros viejos hábitos el lunes de Pascua, debemos esforzarnos por buscar a Dios con más fervor durante la temporada de alegría.
La temporada de Pascua es el momento de cosechar los frutos de nuestras labores cuaresmales. La oración, el ayuno y la limosna que se realizan durante la Cuaresma no son fines en sí mismos; están destinados a producir una cosecha de santidad. Por lo tanto, en lugar de volver sin cambios a nuestros viejos hábitos el lunes de Pascua, debemos esforzarnos por buscar a Dios con más fervor durante la temporada de alegría.
Una forma en la que podemos encontrarnos con el Señor esta Pascua es con el Libro de los Salmos. El “gran libro de oraciones de la Sagrada Escritura” (Papa Benedicto XVI), el Libro de los Salmos, es una colección de 150 himnos sagrados del Antiguo Testamento. Muchos de los Salmos fueron compuestos por el rey David; otros fueron escritos durante los períodos de exilio. Jesús mismo rezó los Salmos, y la Iglesia los adoptó para su culto.
El Papa Benedicto XVI, en una audiencia general de 2011, comparó rezar los Salmos con aprender a hablar. Con creciente facilidad, un niño expresa su propia experiencia en el idioma de sus padres. Con el tiempo, “las palabras recibidas de sus padres se convierten en sus palabras y a través de ellas también aprende una forma de pensar y sentir... y se relaciona con la realidad, con las personas y con Dios”.
De manera similar, explicó el papa, Dios nos da los Salmos para enseñarnos un lenguaje con el que podamos encontrarnos con él.
Los 150 salmos articulan toda la gama de la experiencia humana e implícitamente apuntan a la figura del Mesías. Esto tiene sentido; Jesús, el Dios-Hombre, compartió todo lo que experimentamos, menos el pecado: alegría, deleite, ira, sufrimiento, angustia, dolor, tristeza. Como veremos, cuando rezamos un salmo, unimos nuestra oración a la de Jesús y entramos en tanto en su mente como en su corazón, por así decirlo, mientras también compartimos nuestros propios corazones con él.
En esta columna tomaremos los primeros versículos del Salmo 40 y meditaremos sobre ellos como expresión de los misterios de la Pascua. Al considerar cada versículo, podemos tener una conversación íntima con Dios en el “lenguaje” de los Salmos.
Confianza en Dios
Esperé confiadamente en el Señor: él se inclinó hacia mí y escuchó mi clamor. (Sal 40,2)
Como miembros del cuerpo de Cristo, siempre oramos en Cristo y a través de él.
Lee las primeras líneas del Salmo lentamente, como si Jesús lo estuviera rezando en la mañana de Pascua.
Días antes, las multitudes clamaban por su muerte y, en pocas horas, un terremoto anunció la crucifixión del Hijo de Dios. Pero ahora todo está en silencio. Jesús abre los ojos por primera vez y se regocija en la liberación de Dios. “Esperé confiadamente en el Señor: él se inclinó hacia mí y escuchó mi clamor”. ¡Qué confianza tenía, creyendo que su Padre lo libraría, incluso después de haber cruzado el umbral de la muerte!
Piensa en una situación aparentemente “sin solución” en tu vida.
- ¿Confías en que Dios puede y te ayudará a superarlo?
- ¿Crees que lo resolverá de acuerdo con lo que sabes que es mejor para ti?
- ¿Estás dispuesto a entregarlo en sus manos dignas de confianza, incluso si eso significa esperar a que él actúe en su momento?
Con nosotros en todas las cosas
Me sacó de la fosa infernal, del barro cenagoso; afianzó mis pies sobre la roca y afirmó mis pasos. (Sal. 40,3)
Aunque Jesús nunca pecó, “fue sometido a las mismas pruebas” como nosotros (Hb 4,15) al asumir los efectos de todos los pecados cometidos. Al convertirse en ser humano, descendió voluntariamente de las alturas del cielo para experimentar el cansancio, la tristeza y la sensación de separación de Dios que nos causa el pecado. Finalmente, con su Pasión, se sometió al castigo universal por el pecado: la muerte.
Con esto en mente, considera la alegría de Jesús mientras rezas estas palabras el Domingo de Pascua: “Me sacó de la fosa infernal, del barro cenagoso”. Por amor, el Padre liberó a su Hijo de la “fosa infernal” y del “barro cenagoso” del pecado. Nosotros también podemos considerarnos rescatados de la esclavitud y el desorden de nuestro pecado. Con la gracia que Jesús nos ganó en la cruz, podemos seguirle a él, “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6), con pasos seguros hacia el cielo.
Recuerda un momento crucial de transformación repentina o gradual en tu vida en el que Dios estuvo presente.
- ¿Cómo te apartó Dios del “barro cenagoso” y te atrajo hacia sí?
- ¿Estuvo Dios presente de maneras inesperadas?
- ¿Cuáles son algunos de los efectos duraderos de esta transformación?
Un canto nuevo de alabanza
Puso en mi boca un canto nuevo, un himno a nuestro Dios. (Sal 40,4)
“Somos un pueblo pascual y ¡Aleluya es nuestro canto!”. El papa San Juan Pablo II dijo en un discurso de 1986. La palabra “Aleluya” proviene de dos palabras hebreas que significan “alabar al Señor”. Como indica el papa, el canto de alabanza que resonó en el corazón de Cristo el Domingo de Pascua es también nuestro canto. Los cristianos miramos al pasado no solo para recordar cómo Dios nos ha liberado, guiado y protegido, sino también para reforzar nuestra esperanza en la promesa de la vida venidera.
El cuidado amoroso de Dios es siempre dinámico y nuevo. En consecuencia, cada uno de nosotros tiene un “canto nuevo” de alabanza que cantar al Señor por la forma única en que nos ha amado.
- ¿Cuáles son algunos de los temas recurrentes que aparecerían en tu “canto”?
- ¿Cómo puedes alabar a Dios con tus palabras y acciones en tu vida diaria?