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 | Por Doug Culp

Caridad & Envidia

La caridad (es decir, el amor) nos llama a mirar más allá de nosotros mismos, reconocer las necesidades de los demás y responder sin egoísmo ni presunción. Pero cuando nuestra mirada exterior se ve atrapada en comparaciones de riqueza, estatus o poder, nos abrimos a dos pecados “mortales” (llamados así porque dan lugar a otros vicios): la envidia y la codicia. En esta columna, exploraremos los efectos nocivos de la envidia y el antídoto que encontramos en su virtud contraria, la caridad.

 

Explorar la diferencia

La envidia y la codicia tienen mucho en común. Una forma de explorar la diferencia es a través de la lente de los dos grandes mandamientos: amar a Dios y amar al prójimo como a uno mismo. El primer mandamiento nos enseña a amar nuestro mayor bien: el Dios que nos creó para compartir la vida eterna en la comunión de la Santísima Trinidad. El segundo nos enseña cómo cumplir el primero. Debemos amar al prójimo que podemos ver, si queremos amar al Dios que no podemos ver. Al amar a nuestro prójimo, amamos a Dios.

¿Cómo debemos amar a nuestro prójimo? Amamos a nuestro prójimo como nos amamos a nosotros mismos cuando realmente nos amamos a nosotros mismos, es decir, cuando deseamos nuestro mayor bien. Por lo tanto, amamos a nuestro prójimo como a nosotros mismos cuando deseamos el mayor bien de nuestro prójimo. En otras palabras, los dos grandes mandamientos sirven para ordenar nuestro amor propio (que los mandamientos suponen).

La codicia, o avaricia, nos aleja de nuestro mayor bien al atacar directamente nuestra relación con Dios. La codicia siempre quiere ser más o tener más. Nos lleva a aferrarnos a las cosas de este mundo, a sustituir al creador por la criatura, lo que se convierte en una forma básica de idolatría. La codicia nos obliga a buscar estas cosas a expensas de nuestra relación con Dios.

Mientras que la codicia nos distrae de Dios y del prójimo, la envidia es muy consciente del prójimo. Esta hace más que incitarnos a la idolatría de la avaricia o fomentar el deseo de poseer lo que percibimos que otro tiene. Más bien, la envidia desea la riqueza, el estatus o el poder de otro, y desea privar al otro de lo que tiene. Como escribió Aristóteles, la envidia es el dolor por la buena fortuna de los demás. La envidia es resentimiento.

Con la envidia, el amor al prójimo es reemplazado por el deseo de la desgracia del prójimo. En oposición directa a los mandamientos del amor, la envidia conduce al odio hacia nuestro prójimo. Como San Pablo describió tan acertadamente en su Carta a Tito: “Porque también nosotros antes éramos insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de los malos deseos y de toda clase de concupiscencias, y vivíamos en la maldad y la envidia, siendo objeto de odio y odiándonos los unos a los otros” (3,3). Esto hace que la envidia sea mortal, porque contradice los dos grandes mandamientos: la envidia es el odio a nuestro prójimo, que es el odio a Dios, que en última instancia es el odio a uno mismo.

El remedio

El antídoto más eficaz contra la envidia es aquello contra lo que ataca la envidia: la caridad, que es el don gratuito de Dios que nos ha dado para que vivamos en relación con el Dios que es Amor. “La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios” (CIC 1822). Así pues, encontramos la única protección segura contra la muerte certera que nos ofrece la envidia en la obediencia a los dos grandes mandamientos.

¿Ordenado a amar?

El papa Benedicto XVI, en su encíclica Deus Caritas Est, escribe que algunos dicen que la caridad no se puede mandar, porque el amor “a fin de cuentas es un sentimiento que puede tenerse o no, pero que no puede ser creado por la voluntad” (16). En respuesta, el papa afirma que el amor no es sólo un sentimiento ni Dios “nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos” (17). Más bien, Dios nos amó primero, lo que hace posible que el amor surja dentro de nosotros como respuesta.

Sin embargo, el papa Benedicto explica que decir “sí” a los mandamientos del amor es fundamental, porque sólo al servir a nuestro prójimo se nos abren los ojos a lo que Dios hace por nosotros y a cuánto nos ama. A medida que la “historia de amor” entre Dios y nosotros se profundiza, «la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío” (17).

La caridad, entonces, es el mejor remedio contra la envidia, porque donde hay caridad no hay envidia. A diferencia de la envidia, la caridad “ansía más bien el bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún, lo busca” (6). 


EL MONSTRUO DE OJOS VERDES

Incluso si ha olvidado todo el Shakespeare que memorizó para su clase de literatura de preparatoria, ¡probablemente esté citándolo más de lo que cree! Una frase que apareció por primera vez en las obras de Shakespeare es la expresión “monstruo de ojos verdes”, que todavía se utiliza comúnmente para personificar la envidia. En El mercader de Venecia, Porcia se refiere a los “celos de ojos verdes” en el acto 3, escena 2. Luego, en Otelo, Yago advierte a Otelo:

“¡Señor, cuidado con los celos! El monstruo de ojos verdes que se burla del alma en que se ceba” (Acto 3, escena 3).

Shakespeare no distinguía entre celos y envidia aquí, pero es importante señalar que la envidia a veces se entiende como más maliciosa. En cualquier caso, Yago tiene razón: la envidia y los celos son perjudiciales para la persona que los alberga. En lugar de codiciar el bien que vemos que poseen o experimentan los demás, debemos alabar a Dios por ello. Al regocijarnos en la bondad de Dios, experimentaremos alegría nosotros mismos. ¡Vale la pena el esfuerzo adicional!


Doug Culp es el canciller de la Diócesis Católica de Lexington.

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