El poder transformador de la oración
Al concluir nuestra exploración de la oración, recordemos que esta es la vuelta del cuerpo, la mente y el espíritu hacia Dios de una manera íntima. Es un acto de comunión con Dios; es un proceso de orientarnos hacia Dios, de forma que reverenciemos tanto su poder como bondad, y nos habituemos a buscarlo todo en él. De este modo, la oración nos conforma con Dios y transforma nuestras vidas.
Al concluir nuestra exploración de la oración, recordemos que esta es la vuelta del cuerpo, la mente y el espíritu hacia Dios de una manera íntima. Es un acto de comunión con Dios; es un proceso de orientarnos hacia Dios, de forma que reverenciemos tanto su poder como bondad, y nos habituemos a buscarlo todo en él. De este modo, la oración nos conforma con Dios y transforma nuestras vidas.
De la piedra a la carne
El corazón, como nos dice el Catecismo, es la morada “donde [nos] ‘me adentro’” (2563). Es nuestro centro oculto, un centro que está más allá del alcance de nuestra razón y de todos los demás. Sólo el Espíritu de Dios puede sondear el corazón humano y conocerlo plenamente.
Nuestros corazones se endurecen debido a la pecaminosidad. Pero la oración, como encuentro entre nuestro corazón y Dios, nos da la oportunidad de “volver” a Dios y entrar de nuevo en un estado de comunión con nuestra fuente, así como con nuestro destino. En la oración, nuestros corazones se transforman de piedra en carne. Esto forma parte del cumplimiento continuo de la promesa de Dios al profeta Ezequiel: “Les arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (36, 26).
Del derecho al agradecimiento
La oración transforma el sentimiento de ganarse algo en un sentimiento de gratitud por todo. Esto se debe a que la acción de gracias por las bendiciones y los retos de la vida es un elemento esencial de la oración cristiana.
El agradecimiento reconoce que todas las cosas buenas, especialmente la vida misma, proceden de nuestro Creador como un don y, de este modo, la gratitud nos habitúa a ordenar correctamente nuestras vidas. No ganamos nada, pero nada nos falta: tal es la gratitud de nuestro Dios.
De la apatía a la fe y audacia
Al padre Lawrence Hennessey, profesor emérito de la University of Saint Mary of the Lake, le gustaba decir: “Su fe no crecerá, si no quiere saber”. La oración es una pieza fundamental de este “querer saber” porque, por su propia naturaleza, la oración nos adentra cada vez más en el conocimiento del Dios Trino a través de la acción del Espíritu Santo. Fortalece nuestra fe a medida que aprendemos más y más que “Dios es”.
A medida que aumenta nuestra fe, también lo hace nuestra audacia, porque creemos cada vez más en la bondad de Dios, que escucha y responde a nuestras plegarias. “Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá” (Mt 7, 7).
De las necesidades al amor
La mayoría de las veces rezamos cuando necesitamos algo. Sin embargo, cuanto más recemos, más se transformará nuestra oración en alabanza. El Catecismo afirma: “La alabanza es la forma de orar que reconoce de la manera más directa que Dios es Dios” (2639). No pide nada, no busca nada y no espera nada. La alabanza descansa en el conocimiento y la alegría de Dios como Dios.
La alabanza es un fruto de la oración, porque resulta cuando uno comulga profundamente con el Dios que es Amor. Al compartir esta relación de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, el que reza actúa como instrumento de la alabanza de Dios. La alabanza es el fruto del amor desbordante y abundante que irradiará la luz de Dios al mundo a través de quien reza.
Descanso para el alma
El amor que se desborda en la oración de alabanza es una expresión de la intención de Dios para cada alma humana. “Nos has hecho para ti, Señor”, escribió célebremente San Agustín, “y nuestros corazones están inquietos hasta que descansen en ti”. Hemos sido creados para la comunión eterna con Dios; por tanto, sólo en él encontraremos la verdadera paz y el reposo. Cuando nos convertimos en almas de oración, descubrimos un refugio para nuestros corazones inquietos y un anticipo de esa paz para la que nos destinó desde toda la eternidad.
¿QUIÉN DIJO ESTO...?
“La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y la del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de él”.
a. San Juan Vianney
b. San Agustín
c. Juliana de Norwich
“La oración ensancha el corazón hasta hacerlo capaz de contener el don de Dios”.
a. Santa Teresa de Calcuta
b. Santo Tomás de Aquino
c. San Juan Damasceno
“Orar es tratar de amistad estando a solas muchas veces con quien, sabemos, nos ama”.
a. Santa Teresa de Ávila
b. Santa Bernadette Soubirous
c. Santa Margarita María Alacoque
Respuestas:
1. San Agustín
2. Santa Teresa de Calcuta
3. Santa Teresa de Ávila
Doug Culp es el canciller de la Diócesis Católica de Lexington.