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 | Por Doug Culp

Generosidad & Avaricia

Recientemente hemos estado discutiendo las virtudes necesarias para superar los obstáculos que encontramos en el camino hacia Dios. Este mes, examinaremos la virtud de la generosidad y cómo nos ayuda a vencer otro pecado “mortal” (llamado así porque da lugar a otros vicios): la avaricia.

Todos sabemos lo que es la generosidad, pero ¿consideramos alguna vez su importante papel en nuestra vida espiritual? Sin generosidad, la avaricia (también conocida como codicia) puede consumirnos con un deseo excesivo, o un amor desmesurado, por la riqueza o los bienes materiales. La avaricia se caracteriza por la voluntad de hacer de la acumulación de estas cosas el centro de nuestras vidas.

Aunque a veces se asocian entre sí, la avaricia y la envidia no son lo mismo. Mientras que la envidia implica tristeza por el bien de otro y un deseo de restarle valor, la avaricia consiste en adquirir más de lo que necesitamos. Exploraremos la envidia en una futura columna.

Una sed insaciable

En el corazón de la avaricia hay un diagnóstico erróneo de nuestra necesidad fundamental. Recuerde una imagen común en la literatura y el cine de la cultura occidental: el dragón en una cueva que guarda una montaña de tesoros. La ironía debería ser clara: ¿por qué el dragón está tan preocupado por proteger este tesoro cuando no le sirve para nada? Sin embargo, el dragón que guarda su tesoro habla de nuestra propia tendencia a identificar erróneamente nuestra necesidad fundamental: Dios. Identificamos una “carencia” en nuestras vidas e intentamos llenarla con las cosas equivocadas o solo con bienes materiales, sin ninguna referencia a Dios. Esta identificación errónea está en el corazón de la avaricia.

Una vez que damos este paso en nuestras vidas, es decir, buscamos llenar una supuesta “falta” por nuestra cuenta, ponemos en marcha un círculo vicioso. La avaricia tiende naturalmente a niveles de expresión cada vez mayores. En otras palabras, la codicia produce aún más codicia, porque nunca vamos a satisfacer nuestra necesidad de bienes materiales.

Cuando nada le satisface

Las Sagradas Escrituras dan testimonio de la verdad de que nuestra auténtica necesidad, o nuestra necesidad fundamental, no son las cosas. Sin embargo, el pecado nos ciega ante este hecho. En consecuencia, intentamos en vano llenar el vacío de nuestros corazones con más y más “cosas”. Como un dragón acaparador de joyas que se vuelve cada vez más feroz al acercarse un presunto ladrón, nos ponemos más a la defensiva cuando detectamos una amenaza a nuestra riqueza acumulada. A pesar del vacío final que descubrimos en las cosas, nos volvemos más decididos a aferrarnos a nuestras preciosas joyas a toda costa. El desorden del pecado se pone así de manifiesto, ya que la criatura sustituye por completo al creador.

Las criaturas, sin embargo, nunca pueden saciar la sed de un alma hecha para la eternidad con Dios. Para erradicar el vicio de la avaricia, por lo tanto, tenemos que reemplazar la mentalidad de la carencia por una de la abundancia, de desborde. Al reconocer cuánto tenemos y dar gracias a Dios por su bondad hacia nosotros, nos hacemos capaces de practicar la virtud que mantendrá a raya nuestra perniciosa avaricia: la generosidad.

“Se vació a sí mismo”

Si queremos adoptar una actitud de generosidad, debemos fijarnos en Jesucristo, que nos enseña con el testimonio de su vida. En resumen, debemos imitar a Jesús, “que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente; al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz” (Flp 2,6-8).

Para restablecer el orden en nuestras vidas, debemos alejarnos del yo desordenado, así como de su actitud de autosuficiencia, y adoptar la actitud de Cristo. Cuando somos ricos en el espíritu del yo desordenado, siempre estaremos cegados a nuestra única y verdadera necesidad: Dios. La vida del yo desordenado nos lleva a aferrarnos constantemente a aquello que nunca se puede satisfacer.

La oración, el ayuno y la limosna se convierten en grandes oportunidades para ordenar nuestras vidas de acuerdo con nuestra necesidad fundamental. Orar por los demás, ayunar y alimentar a los hambrientos, también dar generosamente de nuestros recursos son invitaciones a una confianza más completa en Dios, quien nos instruyó: “No se inquieten entonces, diciendo: ‘¿Qué comeremos, qué beberemos, o con qué nos vestiremos?’ ... El Padre que está en el cielo sabe bien que ustedes las necesitan. Busquen primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura” (Mt 6,31-33).


EL PESO DE LA CODICIA

En su Divina Comedia, Dante viaja por el Infierno, el Purgatorio y el Cielo con el poeta Virgilio como guía. Ingeniosamente, en la imaginativa presentación del Infierno de Dante, el castigo siempre se ajusta al crimen. Así, para su consternación, los codiciosos pasan la eternidad rodando cargas pesadas en círculos. Su preocupación por la riqueza material durante su vida terrenal fue un “peso” que les impidió elevarse al cielo en el momento de su muerte. Sus puños están siempre cerrados como recordatorio de su comportamiento “codicioso”, y se mueven en círculos para revelar la futilidad de sus búsquedas. “Todo el oro que hay bajo la luna”, le dice Virgilio a Dante, “... no bastaría para dar un momento de descanso a un alma pobre y cansada”.

Contraste la “pesadez” simbólica de la codicia en el poema de Dante con la “ligereza” experimentada por los santos que dieron generosamente y dedicaron sus vidas tanto a Dios como a los demás. En tantos santos vemos una “ligereza” de espíritu, una alegría profunda que viene de buscar nuestra felicidad en Dios y no en las cosas creadas.


Doug Culp es el canciller de la Diócesis Católica de Lexington.

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